Me sentía orgullosa de haber creado un nuevo vocablo hasta que descubrí que alguna otra alma atormentada ya había dado con el término (vaya, otra vez que no ganaré el Pulitzer).
Hace tiempo que empezamos a abrazar lo absurdo. Habitamos una película de Chaplin con toques de Matrix. “Extraño cocktail” dijo el Eggermeister. El otro día abrí LinkedIn tras mucho tiempo sin asomarme por esos lares. Tenía 60 y tantas tantas tantas notificaciones y 6 mensajes sin contestar. Observé (un poco de) todo lo que se había creado en mi muro en ese tiempo que había estado “ausente”. El maremagnum de artículos compartidos, recomendaciones arbitrarias, likes sin criterio, discursos pretenciosos sobre uno mismo, adulaciones medio forzadas (y sin medio) bla bla bla.
10 segundos fueron suficientes para llevarme la palma de la mano a la frente y suspirar para mis adentros. ¿En serio tenía que estar al día de todo eso? ¿En serio debía invertir X horas de mi tiempo semanal en tragar cual pato sobrealimentado tanta información interesada, publicidad “des-cubierta” y alardes profesionales ajenos? Y lo que es aún peor, ¿debía hacer yo lo mismo? Entonces lo sentí. Las redes sociales, a veces, me abrumaban a un nivel sublime (lo acepté algo a regañadientes ya que yo misma era y había sido parte más o menos activa de ellas). Pensé “esto me genera ansiedad, ni siquiera tengo claro el significado del término… pero está muy de moda”. Fue cuando se me ocurrió la palabra que preside estas tajadas de texto hipócritas y mal cortadas y me dio por buscarla en internet, quizá por averiguar si existía alguna media naranja que hubiera sentido lo mismo.
Y di con ello:
Tecnoansiedad: “Sensación no placentera de tensión y malestar por el uso de tecnología”.
Otros sitios, en cambio, la definen como lo contrario: “la ansiedad por estar siempre conectados”.
Curioso que la misma expresión tenga acepciones contrarias. Y muy revelador al mismo tiempo. ¿Quizá ese estado albergue los dos sentimientos a la vez en ciertas personas, y su cerebro cortocircuite doblemente porque “me siento mal cuando no estoy conectada, pero cuando estoy conectada también me siento mal”? La paradoja, va muy acorde a la locura que es todo esto. Nos hemos sumergido muy al fondo de este océano sin control ni autogestión en el que no sabemos ni cómo navegar con cierto sentido. Solo buceamos, sin rumbo, en una red en la que no hay cabida para la introspección ni para la reflexión. Porque a tanta velocidad, con cientos y cientos de datos basura que analizar a cada minuto, no tiene cabida el análisis ni el pensamiento racional. Solo buceamos. Nadamos hacia adelante, hacia los lados, hacia atrás. Más bien hacia atrás. Al mismo tiempo, escupimos. Escupimos y escupimos litros de información y opinión (como este escupitajo que lees ahora mismo) que nos hunden más y más abajo.

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En esa red, no hay descanso, se nada los 7 días de la semana, 24 horas al día. Si descansas un día, unos minutos, te has perdido “mucho”, tanto en los portales profesionales como en los personales, cada vez más hermanos. En esa red, no hay espacio ni hogar para el alma en su desnudez, solo para nuestro disfraz y el de los demás. En esa red, no controlas el tiempo. Ella te impone su propio ritmo y el número de vacuidades que debes deglutir por minuto para que quede un maravilloso foie. La autenticidad es pisoteada una y otra vez, ya no solo por banales imágenes con filtro que todos hemos subido, sino por algo mucho más sutil, el altar personal que cada uno se construye interesada y artificialmente a base de palabras, artículos cuidadosamente seleccionados, páginas seguidas, palmaditas en la espalda digitales etc. El teatro en su estado más puro, como no se veía desde tiempos de Calderón (y encima con papel secundario, vaya).
Quizá un día nademos hacia la superficie guiados por alguna extraña luz o por mera casualidad, como sucede la mayoría de las veces. Quizá asomemos la cabeza y veamos el sol. Y sintamos que ya no hay tanta prisa. Quizá llegue un día en el que no nos apetezca compartir espacios a todas horas con todo el mundo y queramos replegarnos en el nuestro propio. Quizá ese día salgamos poco a poco del agua y nos sintamos más ligeros. Y, de repente, puede que no tengamos tantas cosas que demostrar, tanto que decir continuamente, intoxicando el ambiente con millones de ideas y conceptos efímeros. Y nos centremos en lo físico, en lo verdadero, en lo tangible, en lo real.
Pero quizá toda esta reflexión solo esté vomitada por mi tecnoansiedad momentánea que desaparecerá al de cinco minutos, para, de momento, seguir nadando.